Narrativa

FRAGMENTO DE LA NOVELETA «CUANDO MUERAN LOS HOMBRES: TESIS DE GRADO PARA OPTAR POR EL TÍTULO DE DIOS DE LA MATERIA» 

Introducción 

La Tierra, año 2100 

Escape 

—Toma la llave. Abre.
El padre la lanzó sujetándola por un extremo y el objeto voló dibujando un arco. Con la mano aún caliente de la fatiga, el niño atrapó la tarjeta entre los dedos índice y pulgar.


—¿Qué hago?, preguntó, y las palabras se les pegaron en la garganta.
—Busca la abertura, introdúcela.
El muchacho colocó la tarjeta, pero la puerta no cedió. Era un armatoste de metal negro con apariencia de bóveda y capacidad para soportar el disparo de un tanque de guerra.
—No abre, volvió a gritar—, y esa vez el grito fue casi un llanto, una exclamación vomitada con dolor, como si sintiera su garganta aprisionada por manos invisibles. Comenzaba a desfallecer cuando escuchó la voz del padre rescatarlo del letargo.
—Sigue intentándolo. El sistema tomará tiempo en reconocerla, pero abrirá.
La voz del padre salía entrecortada, por el esfuerzo que hacía al tratar de mantener la puerta cerrada, los soldados fuera y el conducto de aire abierto.
Ese día, la batalla había sido terrible. Toda la mañana el Ejército Nacional, o lo que quedaba de él, se mantuvo luchando porque los rebeldes no entraran al Palacio. Pero después de las once, sólo se escuchaban escasos disparos que anunciaban el golpe consumado.
Cuando Shary, el brujo —muy pocas personas sabían que cada presidente contaba con su brujo personal—, y su hijo bajaban la escalera hacia la primera planta, una media docena de soldados venía por el pasillo central. Una vez que se perdía una batalla, el brujo hacía todo lo posible por salvar al presidente. Por eso, aun poniendo en peligro su vida y la de su hijo, el sacerdote de la oscuridad cumplía su misión. Pero al ver los soldados en aquella parte del Palacio, Shary intuyó la desgracia. Los ojos enemigos apenas se probaron unos segundos para darse cuenta de la repulsión que sentían unos por otros.
Así que echaron a correr escaleras arriba y después por el largo corredor. La fatiga de los guardias y el miedo de los perseguidos alargaron la distancia.
Cuando entraron a la oficina, Shary trató de cerrar la puerta lo mejor posible, poniéndole detrás lo poco que encontró, mientras el niño se fue al otro extremo, adonde le arrojó la llave. 
—No abre, papi.
—¡Siiigue! ¡Lo hará! 
Shary escuchó el sonido inconfundible de armas manipuladas. Los soldados estaban detrás de la puerta.
—¡Oh, Dios, Fil, abre yaaa!
—¡No cede, papá! ¡No puedo!
—¡Vaamos, Fil!, volvió a gritar sin atreverse a soltar el manubrio. 
No escuchó los disparos, pero un ardor extraño le entró por las manos, aún aferradas al llavín, haciéndole temblar el estómago y ensombrecer la visión. Todo perdió color. Ahora podía ver la entrada a su reino. Sintió a los soldados tumbarle la puerta encima y no se inmutó. Fue como si pisaran un pedazo de colchón. Todavía tuvo fuerzas para mirar al hijo. El último recuerdo suyo, cuando la puerta se abrió, fue una silueta hecha más de pestañas que se cierran que de realidad. Sabía a dónde iba, aunque ya no podía verlo. El niño entró y un chorro de luz, que dejó estupefacto a los guardias, lo evaporó.


La invasión de los elefantes (historia de una catástrofe encontrada en el microchip de un esqueleto)

Creo que soy el último de los humanos. Ignoro si en alguna otra parte del planeta queda alguien con vida.
Desconozco el tiempo que llevo aquí. Cuando todo comenzó, era el año 2124.
Los noticiarios hablaban de un meteorito caído en alguna parte de África, no le presté mucha atención, pues pensaba que como en otras ocasiones lo que buscaban era atraer con su amarillismo. Decían que los elefantes y otros animales de cierto hábitat estaban creciendo inexplicablemente por alguna radiación desconocida.
Muchos biólogos se trasladaron allá para estudiar el fenómeno y ellos mismos se contaban entre los sorprendidos por las alteraciones experimentadas en los organismos residentes dentro de lo que denominaron “El Radio de influencia”.
No sé que pasó, ni recuerdo el tiempo transcurrió desde el comienzo de la epidemia, pero los animales comenzaron a comportarse de forma agresiva primero entre ellos, después salieron de El Radio de Influencia, lo raro fue que lo salido de allí no eran animales de tamaños exagerados, sino una manada de
demonios que destruía a su paso todo lo que encontraba, aldeas, arboles, otros animales y seres humanos.
Los elefantes por ser los animales terrestres de mayor tamaño y por tener un cerebro capaz de desarrollar comportamientos asociados a la inteligencia comenzaron a tomar el control del pillaje y a comportarse como si supieran lo que hacían. Solo ellos fueron capaces de soportar las inclemencias del planeta y de irse expandiendo por el mundo como una plaga de insectos. Agregando a esto que aceleraron su periodo de gestación y envés de parir en veintidós meses cada seis meses salía de las barrigas templadas de las hembras un nuevo cachorro que con bríos demoniacos se unía al desastre.
En pocos meses las noticias eran alarmantes y cargadas de escenas horribles, los gobiernos comenzaron a tomar medias, a armar sus ejércitos, pero sin explicación alguna las balas revotaban en las pieles correosas como rechazadas por una fuerza superior. Las armas de destrucción masivas no fueron usadas por temor a agrandar el problema y aniquilar lo que sobre vivía de la especie humana.
Poco a poco los elefantes fueron ganando; desplazando personas, destruyendo ciudades, campos… todo lo que encontraban a su paso perecía bajo la prensa de sus patas. La última imagen que se presentó en la televisión era terrible, la había tomado un satélite de la NASA, en ella se veía la mitad del planeta desierto como si se agarrara una naranja y se cortara por la mitad. Pero además del cuadro horrible de un planeta mondado había que agregar a esto la
carrera en tropel hacia la parte con vida de la manada endemoniada.
Era desastroso la epidemia no fue para un hábitat del África ni siquiera en todo el continente, ahora se extendía por toda la tierra. Seguía creciendo como espuma, pero ¿Qué pasaría cuando la espuma llegara al tope del envase?
¿Desaparecería para siempre la raza humana bajo las patas de los elefantes?
¿Así acabaría la vida en la tierra? ¿Sería este el fin del que hablaban las profecías o era solo parte de la ira de Dios? Por el momento lo mejor era no atormentarse con tantas preguntas y tratar de encontrar la manera de sobrevivir a la plaga. Si millones de personas habían muerto y miles de pueblos desaparecido mientras otros se escondían en los espacios menos pensados, de donde eran desalojados por otra vorágine de cuadrúpedos o desgarrados por las uñas negras del hambre torturadora y la sed que se pegaba al paladar reseco, no se podía dudar del castigo.
¿Donde estaban las potencias mundiales? ¿Estábamos ante un tipo de vida superior a la nuestra? ¿Qué diablo fue lo que vino en ese pedazo de piedra?
Mil preguntas nos torturaban pero para pocas teníamos respuestas. Los que no estábamos con la boca llena de moscas o con la cabeza aplastada por un elefante no sabíamos como reaccionar ante una situación jamás pensada.
¿Como explicarle a un mundo preparado para conquistar el universo que estaba desapareciendo por la invasión de hasta el momento irracionales?
Si alguien, de este planeta o de algún otro un día llega a leer esto no lo creerá, pero hallará pruebas suficientes, si no nos destruyen por completo, que probaran lo que digo.
Mi pueblo era uno de los últimos que había sobrevivido a la invasión, pero la noche del doce de mayo sonaron las trompas malditas. Estaba preparado para esto aunque no me imaginaba la magnitud de los temblores y del ruido que hacía saltar los cristales de los edificios como plumas ante un huracán. Corrí por la ruta trazada con anticipación mientras los gritos de los sorprendidos y
los chirridos de rabia me empujaban como mano invisible. Desde aquella noche cuando pasó el Ángel de la muerte hace un mes y cuatro días. En este peñasco he consumido hasta mis desechos y me alegro porque éste será el último amanecer que veré. No es un mal día para morir, el sol ha salido con fuerzas y al cielo no lo empaña ni una nube. Siempre le temí a morir en oscuridad y en parte se me ha concedido.



Santo Domingo, 2011





La última crónica del infierno 
Vuelves a casa de papá, ese desgraciado que te viola desde los seis años. No sabes por qué, pero algo te empuja a abrirle las piernas. Con él te pasa lo que con ningún hombre. Mientras te penetra eres libre. De tu interior salen ríos que se alojan entre tus piernas o sobre la sábana. Piensas en todo, en las clases de Conducta Animal, en los patrones aprendidos desde la infancia, en la profesora Ángela, en los genes… antes de darte cuenta el viejo está jadeando y corre al baño, agarrándose la entrepierna como un maldito intruso  al que quisieras ahorcar. 
De pronto no hay bestialidad. Estás sobre la cama y todo es tan infantil como cuando comenzó con los juegos. La puerta del baño sigue cerrada, pero puedes imaginarte lo que ocurre. 
Perro, es la última vez, te dices, pero la palabra perro, cuando la usas para él, no es asquerosa, va acompañada de un deseo carnal como la de aquellos carnívoros al oler la carne de hembra rancia. Él no imagina nada, tampoco se lo dirás, de algún modo no es culpable. Es mejor que se entere después. 
Solo él está en casa, como siempre, desde que empezaron las violaciones. Te aprendiste su maldita rutina. Sabes a qué hora se va y viene la perra
(y estás segura de no dejar rastros de dulzura en el calificativo), a qué hora tiene  Ricardito clases...lo sabes todo, eres la mensajera del infierno.  
Tú y el viejo solos (nunca he existido) soy una pieza más en ésta maldita trama, el narrador matando a dios. Al principio te dolían sus penetraciones, después te acostumbraste tanto que no podías vivir sin su placer. Por eso desde que llegabas de la escuela te metías al cuarto y bajabas sin panti a sentarte sobre la silla alta de la cocina, donde veías el cielo abierto y a la serpiente de su lengua entrando al paraíso perdido. No te diste cuenta cuando el aborrecimiento se trocó en pasión. Algo, de forma repentina cambió en ti. Ya el deseo sexual no significa sufrimiento, es una necesidad insaciable. El viejo  no es suficiente, te acuestas con todos los niños que puedes. En la escuela te dicen la fácil, la María Grillito, la puta del barrio…




Aun recuerdas cuando te llevaron a psicología, porque Alex, el primo, se  quejó a la profe Rosaura por eso de meterlo al baño por la fuerza y bajarle los pantaloncitos, esperando encontrar en él lo mismo que en papá. Tu decepción fue terrible al tocar una mancha roja y arrugada como una garrapata. La psicóloga trató de sacarte la verdad, cosa que jamás logró. Debías mentir para ser feliz. El albor de la ciencia, como te enseñó papá, es algo que se disfruta bajo ese precio. 

Con la primera menstruación llegó algo que al principio te pareció extraño, el odio a  mamá. No querías que volviera del trabajo, que se acostara con papá, que le cocinara…ella también notó tu amargura y de igual forma creció su soledad. No recuerdas como le contaste aquella noche lo de tu fracaso, tampoco puedes precisar lo que te respondió. No era tan importante como el hecho de no poder seguir ocultándoselo más. Después de los cuatro meses no era posible negar un embarazo ni siquiera a una perra como ella. Los primeros meses fueron difíciles, pero su  ausencia durante el día y tu apatía por la noche hicieron su parte. Estabas avergonzada, ya no ibas a la escuela. Papá tampoco se  había dado cuenta. Las veces que se acostaba sobre tu barriga estaba tan ebrio que no hacía más que dar piquetes como un gallo ciego. 
No volviste a salir de la casa por meses. A partir de aquella noche mamá empezó a fingir un embarazo y tú a llorar en silencio. Cuando la veías entrar con su cara de payasa la aborrecías más. Los malestares te cogieron con ella. Un odioso monstruo creció en tu barriga. En realidad no entendías del todo su plan. ¿Qué haría con tu hijo? No fue hasta mucho después que te diste cuenta. Oíste cuando discutía con papá y en un ruego, que te pareció ridículamente patético, le daba la “solución”. Esa noche lloraste como desposeída, lloraste tanto que al amanecer las lágrimas habían desaparecido de tus ojos para siempre. Un desierto agrio y temerario creció dónde una vez hubo un alma buena. Aquel fue el día de tu muerte, después de él algo te empujaba por el mundo, pero no la vida. 
La bestia de mamá fue tu partera. La mirabas con rabia, si hubieras podido matarla esa noche. Después que recogió tus regueros te mandó a la habitación y a papá a buscar a los vecinos para que vieran tu hermanito. 
Lo declaró su hijo, le puso el nombre de papá y te advirtió que si decías algo al respecto te mataría. Siempre le importó más un escándalo familiar que nosotros. Los sentimientos no eran nada para ella, ningunas de nuestras quejas tenían valor. Nada que fuera en contra de su amor propio era posible. Además, adoraba a papá, estoy segura. 
La educación de un ser sin vida fue la profecía que no quisiste ver, por eso te fuiste. Volviste a los dos años.  Ya a esa edad Ricardito era precioso, idéntico a la foto de papá cuando era joven. A través de ésta ventana aprendí a conocer tus suspiros y pensamientos. Aquí han confrontado  muchos su eternidad; El Rico y Lázaro, Jezabel y Nabot, Jesús y Judas…
Para ti soy un dios cualquiera, anotando cada uno de tus movimientos dentro del mundo desgraciado al que me condenaron. La parálisis no me impide conocerlo todo.   
Ese día, provechando que la víbora no estaba, te acostaste con el esposo que te  quitó y besaste al hijo envenenado. Sentí tus besos a través de la ventana, como si con ellos succionar la pócima del infierno.  No lo viste dar sus primeros pasos, tampoco lo oíste decir mamá por primera vez… él no sabe nada de nuestros sufrimientos, pero aún así, desde aquí arriba vivo tan orgullosa de él, de ti. Se deja el cabello hasta los hombros, canta y toca la guitara, y además, siempre que quiere, sale con mujeres diferentes. 
Después seguiste volviendo, siempre en horas de trabajo. Un día te lo encontraste bajando la escalera, temblaste cuando te saludó y desde que empezó a hablar te diste cuenta que estaba muerto, él no era la excepción, la bruja lo había matado, le enseñó que eres el diablo, que una vez estuviste bajo la cubierta de su cielo, pero que habías dejado tierra santa para no regresar, por eso lo advertía contra ti, para que si te cruzabas en su  camino no callera en tus redes. La peor tragedia de una madre es saberse odiada por su propio hijo. Él jamás sabría la verdad. No podía enterarse de algo tan desgraciado y seguir viviendo. Jamás debía saber que sus padres eran sus abuelos, su hermana su tía y, peor aún, que era hijo de su hermana.   



La última vez que ti vi supe que había acabado. Aun no sé cómo, pero en tu cara ya no había rencor y eso era lo único que te mantenía viva. No podías escapar del daño que te hicieron, por eso viniste. Te vi entrar, escuché todo. Por eso lo supe. Pero no fue hasta mucho después, cuando leí el periódico y te vi con el traje blanco en el programa de Sherpentor, que entendí el final. 
Sabes que al hombre que dejas muerto en la casa no es tu esposo. No entiendes por qué lo mataste, el que debería estar allí es tu padre. Cada puñalada la diste a su nombre. En el cadáver no está el inocente, sino las bestias que te violan desde la infancia. Pero claro, antes de matarlo le contaste todo, aunque sabía que no lo entendería, pues los oídos que debían oírte no estaban allí. Esos sólo escucharían tus últimos jadeos, el río que se derramaría de tus piernas. 

Cuando te ibas papá estaba saliendo del baño, no alcanzaste a oír lo que te dijo. Caminaste despacio, sin mirar atrás, es de mala suerte para mujeres. Siempre has sido tan supersticiosa. Total era la última caminata. Cuando entraste dos policías estaban con las patas sobre el escritorio, el teniente apenas te creyó cuando le contaste todo con tu frialdad de Polo Norte. Sin llegar aun a dar crédito a lo que decías mandó al otro gorila a revisar la casa. Veintinueve años después aun no entiendes por qué ese desgraciado con sus botas hediondas a mierda se llevó el último suspiro de tu vida. 

-…nadie más que quien lo sufre sabe que cosas así suelen pasar a los humanos. 
-¡Oh!, ¡que equivocados están! También es parte de su destino. 
-Prepara su muerte fuera de la concha del diablo, es lo último que podemos hacer… 

Santo Domingo, 2014 


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